Mi padre se murió con las ganas de tomar sus vacaciones de verano en septiembre. Decía que era el mes de los elegantes. Yo, ansioso como siempre por celebrar en julio y agosto todas las ceremonias profanas de cada verano, no acababa de entender demasiado bien aquel deseo. Al fin y al cabo, el estío, el hermano mayor de la primavera, no era más que un regalo de los dioses –incluido el de mi padre, aquel anciano barbudo, mal encarado y colérico- a nosotros sus dolientes hijos, con el fin de que disfrutásemos de un merecido jolgorio bajo el sol cruel…
Escribo, luego existo.