Al encarar la subida que lleva hasta la cumbre del pequeño otero, engrano la tercera marcha. El coche tiene aún bajos para trepar con fuerza sin avanzar demasiado deprisa, lo que me permite concentrarme en el paisaje que me rodea. Ya vencida la colina, contemplo el pino que hay a la derecha de la pedregosa vereda que un día fue camino. Retorcido, torturado por los vientos de la sierra, el incansable vigía no ceja en su tarea de avisar al viajero de lo que acto seguido va a contemplar. Corto entonces el contacto y bajo del vehículo al tiempo que…
Escribo, luego existo.