A estas horas, que ya son deshoras, las hadas del polvo danzan en los duros conos de luz que los halógenos proyectan sobre la barra del local. Sudando bajo su implacable resplandor se puede llegar a distinguir el brillo distante de los grifos de cerveza, casi cubiertos de hielo. Una música que quiere ser sutil y elegante desgrana sus notas ordinarias con estéril suavidad en las entrañas del bar. El resto del lugar está casi totalmente sumergido en una densa tiniebla, tan sólo acuchillada aquí y allá por las lámparas de los altos veladores.
Sus modos y maneras me indican que lo son, así que contemplo a dos o tres clientes de los de toda la vida acodados en la barra de madera, oscura y cuajada de vetas más claras. Mimada a base de frotarla con ginebra al final de cada jornada, reluce de puro limpia. Los demás allí presentes no pasan de ser una mera contingencia: no pertenecen al establecimiento, no forman parte indivisible del mismo aún. Mientras el susurro leve del aire acondicionado habla al oído de los parroquianos, las conversaciones imponen su ley.
Como era de esperar, son tan variadas como el público de esta casa, predominando en especial el fútbol y la política, claro está. Eso sí, hay un común denominador entre ellas: se habla a voz en cuello, se gesticula frenéticamente, se soba al compañero en un intento feroz y cariñoso de convencerle. Todo español, muy español, tan nuestro que ya a nadie le choca. En cuanto al fondo del asunto, solamente se echan de menos las mujeres y los toros pero, sin duda, allá llegaremos. No puedo creerme que en un lugar como este no acabe imperando lo latino más pronto que tarde, pero hay que darle tiempo al tiempo. Acabo de empezar esta solitaria noche de sábado y dada mi fe en la humanidad -o mi absoluta falta de ella, por mejor decir- me malicio que algo interesante va a ocurrir a mi alrededor muy en breve. Es estadísticamente inevitable.
Estoy sentado a mis anchas en uno de los extremos de la larga barra. En los bares que frecuento me gusta sentir una sólida pared en la espalda, de manera que nada ni nadie se pueda acercar por ese peligroso ángulo muerto sin que yo lo advierta. No, no soy policía; no temo una bala perdida o un malintencionado navajazo. Me aterran, eso sí, los innumerables pelmazos que mi ciudad vomita a diario, y que invaden los locales de moda completamente solos y cargados de aviesas intenciones; eso es auténtico peligro y no el que supone un daño físico.
Cargo, por mi edad, elitista educación y absurda paciencia, con un triste rimero de cadáveres de noches de tranquila y gozosa soledad devotamente enfocada al alcohol, desventradas sin piedad por la aparición de alguno de estos criminales sujetos, de esta canalla inmisericorde. Prefiero un buen puñetazo en la boca del estómago a media hora de estúpida conversación con uno de estos brasas insoportables, qué le vamos a hacer.
Pero esta noche no hay pared alguna tras de mí. Disfruto de mi copa y de mis reflexiones a espalda descubierta, como el héroe audaz que nunca fui, y que ocurra lo que tenga que ocurrir.
Así pues, tan seguro de mí como puede estarlo un viejo tigre en mi situación, espero con la paciencia del cazador que también soy. En entornos como este, mi mente febril de escritor encuentra alimento más que suficiente en la callada contemplación de las miserias humanas. Guardo silencio y observo con interés pero sin amor el gentío abigarrado que invade a estas horas el local.
Me sorprendo pensando que observar unas piernas absolutamente imposibles desde la atalaya infame de la edad madura es una enorme faena, y sonrío para mí: la camarera es una preciosa mulata que zangolotea, encantadora, por detrás de la barra, fingiendo estar muy ocupada. Mueve el culo con salero y resulta más que evidente que no tiene ni puta idea del trabajo que le toca hacer. Se me acerca, solícita, cuando ve fallecer mi copa, y me pregunta, muy candonga, qué deseo. Mi pequeño ángel de ébano, lo que yo deseo no puedes, o no debes, dármelo tú. Pero no llega la sangre al río; el abuelo, cordial, ha pedido otro copetín, claro. Sin pasarse ni una cala.
Mientras jugueteo con el segundo gintonic, servido con mejor intención que eficacia, un golpe de frío en la espalda me dice que alguien acaba de entrar. Llevo toda la noche notando ese toque, no hay novedad alguna en ello. Sin embargo, y sin que yo sepa por qué, me asalta de repente la sensación de que ha llegado lo que tan ansiosamente esperaba. Obedezco el mensaje de esa comezón que me indica una buena nueva y me giro con suavidad sobre mi banquetín
Irrumpe en el local un cincuentón como quien esto escribe. Bueno, no exactamente como yo, qué coño. De mediana estatura, grueso y francamente atildado, un fino bigotillo remata un labio superior algo sudoroso y temblón. Mi abuelo Luis le habría motejado de inmediato como rijoso impenitente. Muy correcto en el vestir, quizá demasiado conservador para el lugar y para la ocasión, coronan su testa los vestigios de una cabellera que sin duda conoció mejores tiempos. La corbata de seda luce un nudo Wilson bien hecho y en su sitio; los zapatos de cuero de potro negro brillan recién cepillados. Y bajo la americana de tweed, elegante y entallada, una camisa a medida luce las iniciales del sujeto en su puño y en los caros gemelos. A los ojos de cualquier observador no demasiado perspicaz, todo un dandy de edad madura.
Un bourbon caro ha aparecido en la mano derecha del sujeto como por arte de birlibirloque; la izquierda se aloja con displicencia en el bolsillo del pantalón. Mientras aprecia el sabor del alcohol con un corto sorbo, escanea literalmente el local con ojos de halcón en busca de su presa. No tarda en fijar su atención en una joven morena, lejos aún de la treintena, guapa y elegante, que festeja la noche en compañía de sus amigas con la alegría cruel y desconsiderada de la juventud.
El tipo se ajusta el nudo de la corbata, se quita una mota de polvo inexistente de la solapa de la americana con un papirotazo y al tajo. Al tiempo que se acerca al grupo de jóvenes, va desplegando las que entiende como sus mejores galas.
– Buenas noches, señoritas. Celebrando el sábado… -sonríe mientras hace un gesto con la copa como si quisiera envolver todo el local.
Las chicas le contemplan desconcertadas; se miran entre sí y deciden, sin intercambiar una sola palabra, la estrategia a seguir ante el intruso que acaba de interrumpirlas. No pierdo ripio de la escena y me divierto horrores fantaseando por adelantado con lo puede suceder.
-Pues sí, algo de eso hay, caballero -contesta la más guapa y pizpireta, justo la que supongo que ha enamorado al maduro.
– Nosotras siempre salimos los sábados; es nuestro día favorito -tercia otra, rubia y bajita con los ojos muy luminosos, como llenos de promesas.
– No viene usted mucho por aquí, ¿verdad?
Otra de las amigas remata el gambito y el polvoriento galán toma el engaño con una rapidez y una ceguera que no pueden por menos que llamarme la atención: además de elegante, gilipollas. Me repantigo en mi asiento, ya más que encantado con el asunto y con su desarrollo. Pero lo mejor quizá esté por venir.
– Por favor, chicas, no me llaméis de usted; me hace muy mayor y no es para tanto. Así que apeadme el tratamiento. No, no vengo mucho por aquí, pero es que tengo un amigo que me había comentado que este es un sitio muy… ¿cómo decís los jóvenes? Guay, creo…
Pronuncia la palabra muy lentamente, como si la saborease. Me mondo; es un experto en jerga juvenil cuyo bigotejo sigue los movimientos de sus labios con sus pelos entrecanos disparatados, mientras el mozo sonríe.
– Claro, sin problemas. Lo importante es un espíritu joven, ¿no?, y tú lo tienes, creo. Mira, nos vamos a presentar. Esta es Ana, la rubia se llama Marisa y esta otra es Raquel. Yo soy Cuca, encantada de saludarte.
Y tan cuca, ya te digo. Nuestro hombre declama orgullosamente su nombre, lleno de larguísimos apellidos, con muchos «de» y muchos «y» intercalados, y observa el efecto que sus palabras surten en las chavalas. Está acostumbrado a epatar a gallinas de su quinta con semejantes credenciales y supone que tratándose de mozuelas jóvenes y tiernas, que nada saben del ars amandi, el efecto será demoledor.
Lo va a ser, pero no del modo que él sospecha, me temo. Cuca mira de reojo su reloj, como calculando algo, y lanza la primera andanada contra la línea de flotación del tolay, que sigue a por uvas, mirando embelesado a las pérfidas tutis y degustando por anticipado la victoria.
– Uff, qué calor hace aquí, qué barbaridad. Yo me tomaba otra copita, ¿vosotras no, chicas? Bueno, perdona, Augusto, a ti te apetecerá otra, digo yo… Los hombres bebéis más que nosotras y aguantáis mejor el alcohol… -baja los ojos con modestia y sumisión.
– Cierto, guapísima, así es. Se trata del efecto producido por la mayor masa muscular del hombre que, naturalmente, le permite absorber el alcohol con diferente tasa que…
Y se engolfa en una erudita exposición que se la trae descaradamente al pairo a las chicas, pese a que, malignas y guasonas, le escuchan en medio de un arrobado silencio. A la vista del asunto, no sé por qué me da que todas las maniobras de esta peligrosa y sensual flota están perfectamente ensayadas. Los años y las repeticiones no han hecho más que afilar su matemática precisión, mortal de necesidad.
– Bueno, ya voy pidiendo yo -dice Ana, mientras se acerca a la barra.
– Ya sé lo que tomáis vosotras, pero me faltas tú, querido… ¿Qué quieres beber? – ha acompañado la frase con un gracioso mohín de la bien dibujada boca, mirando a los ojos del contrario con delicioso descaro.
Me faltas tú… qué rica estás, hija mía; no te preocupes que de aquí a un rato no me va a faltar de nada… Los pensamientos del conquistador le pasan por la frente como si se tratasen de los textos en un luminoso de neón. Me revuelvo inquieto y en mi mano suda la copa; no puede ser, no puede tratarse de un imbécil tan completo, tan redondo. Algo arruinará el espectáculo, sin duda…
– Creo que en esta ocasión me decantaré por un bourbon de reserva, dulce y tentador como vosotras… Pídeme, si eres tan amable, un Arcadia Gran Reserva Master’s Choice en vaso bajo y sin hielo. Este bourbon en particular hay que beberlo así… -dice sacando pecho y forzando la pronunciación inglesa.
-Marchando -sonríe solícita Ana. Ahora mismo vuelvo.
– Bueno, bueno, bueno… ¿Quién me iba a decir a mí que iba a acabar el sábado en tan selecta compañía, chicas…? Supongo que ya estaréis trabajando, ¿no? Por favor, no me lo toméis a mal, pero creo que el asunto universitario ya os queda algo lejos, ¿correcto?
-Uy, qué va; solamente Ana trabaja. Las demás estamos todas estudiando, o haciendo que estudiamos para que en casa no se enfaden, ya sabes. Si no hacemos el paripé, se nos acaban las juergas de los sábados…
El tipo asiente a Cuca sin prestar excesiva atención. Solamente tiene ojos para Ana, que ya vuelve de la barra repartiendo consumiciones, encantada con su papel.
-Venga, chicos, coged vuestras copas… Marisa, ron para ti, gin para Cuca. Raquel, cariño, no les queda de tu whisky favorito, así que te he pillado este… Y claro está, ese pedazo de bourbon para nuestro guapo chico…
Sí, de bourbon sí sabe nuestro guapo chico, pero mucho me parece que de poca cosa más. Se aproxima, seductor, al objeto de sus deseos intentando separarla sutilmente del resto del grupo para entablar conversación con ella, y Ana, astuta, se deja llevar. Augusto se pavonea sin moverse del sitio, utiliza todos sus trucos y se acerca físicamente cuanto puede a la mocita, que esquiva sus intentos con habilidad y clase. Ya va siendo hora de madrugar al pardillo.
– ¡Pero bueno, cuánto macizorro por aquí!
Raquel, que ha estado muy calladita toda la noche, da el queo a sus compañeras en el momento en que cuatro chavalotes de la misma edad que ellas irrumpen en el local entre carcajadas. Bien vestidos, sanos y llenos de desbordante vida.
– ¡Coño, aquí estáis! Nos ha costado un trabajo loco encontraros, guapitas, pero ya hemos llegado.
Y como si hubieran oído un toque militar, cada oveja con su pareja. Comienzan a comerse el morro con todas las ganas del mundo ante la mirada atónita de nuestro galanteador, que sigue hablando con la encantadora muchachita. Súbitamente, Ana se gira hacia uno de los chicos y empieza a imitar a sus compañeras, dándole la espalda con descaro a nuestro involuntario protagonista.
Durante un brevísimo instante, la tragedia sobrevuela la escena. Me sobrecoge el férreo control que esta banda de alegres bandidos posee sobre el ritmo del asunto y temo, también por un instante, que se pasen de frenada y tiren abajo la magnífica tela de araña que tejen ante mis ojos. Augusto contempla la escena y saca pecho, al tiempo que emite una intempestiva tosecilla para hacerse notar.
-Y este amigo se llama… – oigo decir al chico de Cuca, mientras se dirige al pretendiente, cogiendo aire tras el feroz morreo.
-Bueno, habrá que pedirse unas copas, que nosotros venimos secos. A ver, ¿lo de siempre, tíos? ¿Alguna repite? Augusto, tú te tomas otra con nosotros, claro… -apostilla la pareja de Raquel, dando por hecho el asunto y sin admitir un no por respuesta.
-Naturalmente, amigo mío. Creo que repetiré de este delicioso brebaje. Hay que aprovechar los buenos momentos que la vida nos ofrece, que no son muchos…
-No sé por qué me da que nos vamos a entender muy bien contigo, Augusto; está claro que eres un hombre de mundo… -apostilla uno de los perillanes, apoyando en el hombro del tipo una mano confianzuda y grande.
Avanza la noche con espantosa suavidad. Todo el grupo se halla enzarzado en una animada conversación, en una serie de afirmaciones casi voceadas y completamente carentes de sentido, de importancia. Una charla de barra, de sábado noche, un indecente intento de comunicación entre seres que no tienen nada en común y que no desean tenerlo. Se sale del paso con frases hechas mientras se ataca la copa con saña, preparando la contestación para una expresión del otro que apenas se escucha. El móvil, las redes sociales, la mensajería instantánea, reciben todos ellos mucha más atención que el prójimo, que pasa a ser un recurso claramente prescindible. Escucho cómo se van cerrando los dientes del cepo que alguien está a punto de pisar, y ese inquietante sonido me saca de mis reflexiones.
– Bueno, monas -dice súbitamente el noviete de Ana mientras apura su copa- , vámonos a cambiar de monumento que esto ya huele, ¿no?
– ¡Venga, vamos, que no hemos hecho más que empezar, vámonos¡
Las chicas recogen bolsos y abrigos y salen disparadas del local del brazo de sus efebos, despidiéndose, como si hubieran recordado de repente las más elementales normas de urbanidad, del amigo Augusto. Y lo hacen justo cuando están ya en la puerta del antro marcando perfectamente los tiempos como sólo una mujer es capaz de hacer cuando busca multiplicar el daño.
– ¡Adiós, guapo, nos vemos!
– ¡Cuídate, cariño, no bebas demasiado!
-¡Chaíto, rey! ¡A ver si nos vemos pronto por ahí!
Los muchachos agitan la mano en ademán de despedida y salen en pos de sus gachises con la guasa pintada en los rostros, haciendo comentarios en voz que pretende ser baja pero que resulta perfectamente audible a pesar del ruido que impera en el garito. Y no se trata desde luego de opiniones demasiado misericordiosas, por decirlo de una manera suave.
Observo detenidamente la nueva expresión que aflora en el rostro del pringao. Ya no hay brillo en los ojos y el labio inferior tiembla levemente. Ahora que los hombros ocupan la posición natural en un hombre de su edad, se nota a la perfección que frisa los sesenta años. Me da la impresión de que aún no tiene muy claro qué acaba de ocurrir, tan rápido ha sido el desenlace de esta opereta. No quiere, o no puede, aceptar el hecho tremendo de que, alcanzada cierta edad, uno no debe meterse en proyecciones pélvicas hacia objetivos sensiblemente más jóvenes, salvo contadísimas excepciones: el ridículo acecha siempre con su cruel sonrisa, dispuesto a aplastar bajo su peso inmenso al ego mejor entrenado. Es ley de vida, chaval.
La verdad es que siento emociones encontradas frente al zombi que estoy viendo, pasado ya el descojone. Por un lado, me da lástima; estoy por acercarme y darle una palmada en la ahora vencida espalda; habría que mandarle a casa en un taxi, pobre hombre. Por otra parte, me apetecería darle dos hostias de cuello vuelto porque gracias a cretinos como él muchas mujeres jóvenes miran a los cincuentones con aire receloso y viceversa.
Y mientras dilucido qué hacer, se produce el insulto final, definitivo, memorable. Le oigo decir para sí mismo: «¡Habrase visto! ¡Qué poca clase!…», mientras se dirige, noqueado aún, hacia la salida del local. En ese momento, la mulatona pasa junto a mí como una exhalación, con la cuenta en la mano.
-¡Caballero, caballero¡ Disculpe señor, pero se deben cien euros de la última ronda. ¿Tarjeta o efectivo?
– ¿Cómo dice usted, señorita..? –balbucea.
Cojo cazadora, fulard y sombrero y salgo a la madrugada de esta noche madrileña. Poco queda ya de ella; la aurora comienza a azulear en la distancia y restan escasas estrellas que se asomen al inquieto devenir de los habitantes de esta urbe. Camino con lentitud, saboreando el saludable frescor que comienza a invadir vidas y haciendas, mientras repaso mentalmente los acontecimientos de los que he sido testigo.
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