La primera tormenta del verano madrileño es siempre una tormenta ilustrada, porque coincide con la feria del libro de mi ciudad. Es como si los millones de hojas escritas que habitan las casetas de ese evento levantasen súbitamente el vuelo. Como mariposas de ajedrez recién eclosionadas, como una nube arlequinada que huele a vainilla y a cardamomo, suben alegres hacia el firmamento, respondiendo a la lluvia. El hechizo implacable del agua las atrae, cruel, con un firme impulso ascensional, que recuerda con estremecedora claridad al mejor gótico flamígero.
Y en ese momento, el aire se tiñe con el poderoso aroma del ozono, con la húmeda fragancia que presagia la renovación de todas las cosas. Es un olor tan particular e inolvidable que te obliga a cerrar los ojos, echando la cabeza atrás, para poder disfrutar de sus matices sin que la mente se colapse. Tan brutal es el caleidoscopio de recuerdos y de sensaciones que la proximidad de la lluvia hace despertar. Si estás sentado, habrás de asir con firmeza los brazos de tu silla; si de pie, buscarás apoyo como un beodo sorprendido por el último zarpazo del alcohol. Las aceras repiquetean con el sonido cristalino de los tacones femeninos, y las mujeres lucen sandalias y esmaltes rojos como la sangre, como el eterno deseo del hombre. Corren a refugiarse, risueñas y coquetas, salpicando agua y brisa fresca, bajo toldos y marquesinas que se abren como orquídeas, rastro fugaz de bocas que buscan la amanecida. Llega la lluvia, que limpia cuerpos y mentes, y sus gabardinas chorrean alegría de vivir. Muero por ellas, y por ellas vivo, insomne.
No huele la tormenta, sin embargo, de igual manera en mi ciudad que en mi querida Ávila o en la entrañable Segovia. No sopla la brisa, pareja de la tempestad, del mismo modo, ni trae similares noticias. En la capital, es un céfiro revoltoso y modesto. Transporta los chillidos de golondrinas y aviones, que no se atreven a posarse en el suelo por si un mal sueño se los lleva. Barre las aceras, que sisean como víboras al evaporarse contra su calor urbanita las gotas gordas, dulces, que se ríen del sol y del sudor de mis vecinos. Y un aroma suave te habla al oído de la sierra cercana, donde el cielo es cárdeno y amenazador; te empuja sin prisa pero sin pausa hacia el lugar donde vive el estío, que posee un perfume particular e imprescindible en las calles de Madrid. Todos los gatos sabemos de la cercanía del tórrido verano de la Villa y Corte cuando aspiramos esos efluvios, gratos y anhelados, que te hacen desear correr descalzo bajo la misericordia húmeda y brillante que el azur regala a borbotones.
Mientras tanto, la tempestad, que siempre viene del monte bravío, acaricia con manos rudas las tierras del norte, los paisajes de mi infancia, juventud y madurez temprana. Una tensión que no se puede palpar, pero que se siente a la perfección, inunda calles, campos y casas. Aquí si huele la tierra mojada con todo el poder que sedujo a los druidas. Aquí, el aire sí se retuerce y estalla, furibundo, imponiendo su ira sobre los deseos del hombre. Vuelan las hojas recién asesinadas en verdes enjambres, y nada ni nadie está realmente a salvo. Mis buenas gentes saben que, en esta tierra, un viento negro, atravesado y lleno de malas intenciones, es capaz de perseguirte incansable hasta hacerte enloquecer. Y que lo hará por mero capricho, por juguetear con la vida y con la muerte, que tan cercanas se encuentran en estos pagos, que tan escaso valor tienen precisamente por eso. Líneas de fuerza cósmica recorren la tierra torturada, y los truenos golpean sueños y haciendas sin rastro alguno de piedad.
En ambos escenarios, he disfrutado abrazos y besos llenos de salvaje lujuria; entre semejantes bambalinas, recuerdo pasajes de mi vida recortados contra las luces crudas de la tormenta viajera, y te veo llegar, con toda la fuerza de mis entrañas, caminando hacia mí bajo la dulce lluvia de junio, con la sonrisa que me embrujó tan de repente y con aquel impermeable, elegante y sensual, que compraste en Italia. Tu pelo, rubio y corto, enmarca tu rostro, mientras te veo surgir entre las guedejas de niebla que dejó la reciente cortina de agua. Y te quiero muchísimo, súbitamente, como por sorpresa.
Ya no ando en disposición de conquistar ni nada ni a nadie. Últimamente, casi todo me habla de tranquilidad, de ocaso, de cierta trascendencia que se me escapa a chorros. Prefiero, por tanto, celebrar la parcela de mundo que me ha tocado en suerte -azar es, no cosa distinta- que conquistar territorios que no tendré tiempo ya de colonizar. De tal suerte, levanto mi copa, que ahora es la tuya -quizá siempre lo fue- , al tiempo que ojeo reposadamente la cosecha de sorpresas y aventuras que la feria me ofrece.
Quiero que llueva sin pausa hasta lavar los pecados, los colores y las fachadas de mi querida ciudad. Aprovecharé el suave murmullo del agua para sentirme, una vez más, un hombre afortunado.
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