«Aquí se queda la clara,
la entrañable transparencia
de tu querida presencia,
Comandante Ché Guevara.»
«Hasta siempre, comandante».
Carlos Puebla, 1965
Una pared de madera se yergue frente a nosotros. Practicadas en ella, varias puertas dan paso a sendas cabinas para que las autoridades cubanas puedan sellar los pasaportes de los visitantes de su patria. Abro, entro, cierro la puerta y veo a mi derecha un cubículo en el que se retrepa, a duras penas, la mínima expresión de un funcionario de fronteras. Cómo será de pequeñito aquel señorín que, pese a estar sentado en una banqueta que se apoya sobre una tarima, sigo teniendo que mirar hacia abajo para poder dirigirme a él.
– Buenas noches, caballero. ¿Negocios o placer? -indaga el amable gnomo.
-Placer, o eso espero al menos… -le contesto, mientras le tiendo mi pasaporte.
-Muchas gracias.
-¿Trae usted divisas, señor Gómez? -el enanito me mira fijamente, dispuesto a reconvenirme si la cifra que le tengo que comentar no resulta de su agrado o, mejor dicho, no se ajusta a la legislación cubana.
-Sí, compañero, traigo dos mil euros encima -miento como un bellaco.
Me mira por encima de las gafas; está claro que valora si le estoy tomando el pelo o no, más que nada por la cara de guasa que se me está poniendo. Decide, al fin, que soy un hombre honrado y me entrega el pasaporte.
-Le deseo una muy feliz estancia en Cuba, señor Gómez -me espeta con una sonrisa.
-Muchas gracias, oficial.
Y, en fin , en dos minutos, aliviado el tango. Apenas puedo contener la risa porque durante toda la entrevista que acabo de referir, no hago sino figurarme a Pascual, un tipo muy bajito, intentando entenderse con este sujeto, que es de tamaño muy similar al de mi amigo.
Salgo de la cabina y veo que entra, efectivamente, Pascual. Sale a los dos minutos y me dice muy risueño:
-Joder, que tío más bajito… casi no le veía, me he tenido que poner de puntillas…
Aparece al cabo Carlos, que tampoco ha tenido problema alguno con su documentación, y seguimos adelante por el interior del pequeño y modesto aeropuerto José Martí. Cuando ya vislumbramos la salida, una boca enorme, perfectamente llena de dientes, me sale al paso como por ensalmo. Es una boca que parece dotada de vida propia; sonríe y gesticula como si le fuera la vida en ello y parece funcionar con total independencia de su dueño, un negrata a juego con semejante caverna, un tío enorme que me mira como si me fuera a devorar. El gigantón luce una bata blanca que sin duda ha conocido tiempos mejores; cuatro o cinco bolígrafos asoman por el deshilachado bolsillo del pecho y una identificación, cuyo contenido no me molesto en leer, cuelga desganada al lado izquierdo de la prenda.
-Buenas noches, señor, y bienvenido a Cuba. Este es un control sanitario de entrada que le vamos a efectuar a usted -me dice, tan contento, con una profunda voz de barítono.
-Usted dirá…-me rindo.
-¿Tiene usted fiebre? -abre unos ojos grandes como platos y ladea la cabeza, consciente de que es el mismísimo Torquemada reencarnado.
-Pues no, en absoluto.
-¿Tose usted? -vuelta a girar la cabeza, sin dejar de mirarme.
-Cuando fumo…
-¿Padece usted alguna enfermedad infectocontagiosa? -me mira como si le encantase la posibilidad de pillarme muy malito y de meterme de vuelta en el avión.
-Sigue usted sin acertar, compañero; estoy sano como una pera…
-Pues muy bien -trompetea triunfante-, siendo así, sea usted muy bienvenido a Cuba, señor…
La boca sonríe tanto que puede acabar engullendo a su propietario, haciéndole desaparecer en un abracadabra caribeño y surrealista que sería el final más adecuado para el riguroso trámite sanitario que acabo de superar. Y antes de fijar su atención en el resto de los pasajeros que pretenden salir del aeropuerto, la boca se dirige de nuevo a mi y me dice:
-Por cierto, señor, ¿tendría usted algún inconveniente en cambiarme estas monedas de euro por billetes de euro?
Dado que mueve una de sus manazas muy cerca de mi rostro con dos o tres cilindros de plástico llenos a reventar de monedas de un euro -hay unos treinta a simple vista- , opto por complacer al bruñido galeno, aunque maldita la falta que me hace cargar con semejante peso. En fin, el hombretón ha sido muy amable y lo cierto es que he tenido que volver a reprimir la risa ante lo chusco de la escena. Nada ni nadie va a estropearme el desembarco en esta tierra, palabra de honor.
Junto a mi salen mis compañeros que, por descontado, han sufrido exactamente el mismo examen médico que yo y han pasado de igual manera por caja, aunque les ha tocado cargar con menor cantidad de monedas que a mí. Ventajas de ser el líder de la expedición…
Por fin, el Caribe. Al igual que me ocurriría algunos años más tarde al llegar a la República Dominicana -me permito sugerir la lectura de mis Cartas Caribes, en este mismo blog- siento una espantosa e instantánea ola de calor que me golpea todo el cuerpo, como si aquellas tierras me dieran la bienvenida a su propia y exagerada manera. Al menos, así quiero entenderlo mientras rompo automáticamente a sudar como un cerdo, muy a mi pesar. Durante toda mi estancia en la isla, y pese a no sufrir el embate de días en exceso calurosos, la humedad será mi eterna compañera, mi carcelera y mi torturadora. Tan solo podré escapar a su indeseable compañía en el recinto del hotel, donde optaré por purgar mis penas entre el humo de mis habanos, el ron y la observación de los muy diversos animales humanos que por allí se dejarán caer.
Frente a nosotros, algunas farolas rompen la oscuridad circundante para dejarnos ver los alrededores del aeropuerto y la modesta barriada que lo rodea. Hay una alegre algarabía de voces, de vestidos de colores explosivos, de pieles blancas y negras que se revelan bajo la amarillenta luz que baña la escena. Insectos grandes como portaaviones zumban a toda velocidad cerca de los focos y los ruidos de la urbe sirven de contrapunto omnipresente a las conversaciones de los nativos, que vocean a placer en un casi perfecto castellano. Giro la vista buscando un taxi, sin perder de vista a mis amigos, que parecen recién salidos de un largo ensueño, y entonces distingo un cartel con mi nombre bien clarito en manos de un mulato: es el chófer del director del hotel en el que nos vamos a alojar. Gracias a la amistad que le une con mi hermano, disponemos de los servicios de Heraldo, que así se llama el compañero, para movernos por La Habana con entera libertad. Al final, no ha hecho falta el taxi.
-¿Su primera vez en Cuba, don Mariano?
Heraldo ha cargado nuestras maletas en el coche en un santiamén. Conduce tranquilamente bajo la bóveda estrellada entre un laberinto de calles y de avenidas oscuras y prácticamente vacías. Quedan atrás las luces del aeropuerto.
-Sí, así es. Hemos venido para conocer su país y para disfrutar de unas buenas vacaciones, que falta nos hacen.
-Me parece muy bien. Mi país les va a encantar; Cuba es… -y se engolfa en una colorida, apasionada y apasionante descripción de su tierra. Como todos los cubanos, ama con ternura a su patria y no tiene empacho alguno en hacérnoslo saber, cosa que le aplaudo. No sé de qué pie cojea, políticamente hablando, y tampoco deseo ofenderle, de manera que no le he comentado que lo que yo quiero es conocer Cuba en vida del dictador, antes de que la imparable marejada de odio que se agita en Miami devore aquel mundo supuestamente utópico cuando los demonios se lleven al Comandante a base de tirarle de la birriosa barba.
-Heraldo -le interrumpo-, discúlpeme la interrupción, pero… ¿cómo se hicieron ustedes con los carros que circulan por toda Cuba? Quiero decir, ¿cómo los eligieron? ¿alguien los fue repartiendo o…?
Me mira como si de repente se hubiera dado cuenta de que soy gilipollas, pero su educación le ayuda a disimular sus sentimientos.
-Pues no, claro que no, eso no hubiera funcionado bien, don Mariano. Cuando los yanquis se botaron de aquí, bueno, pues nos fuimos haciendo con sus carros poco a poco; según llegabas, cogías el que más te gustaba o el que estaba libre y así… luego fueron pasando de padres a hijos, ya usted sabe…-fija sus ojos claros en mi para cerciorarse de que no babeo del todo y de que he entendido su explicación, que por otra parte me esperaba.
-Ya veo. Maricón el último…
-Vaya que sí, compadre, vaya que sí… sonríe mientras sigue manejando camino del hotel.
Chevrolets, Fords, Plymouths y Chryslers de todo tamaño y condición pasan traqueteando junto a nosotros, envueltos en nubes de un humo tan negro, espeso y hediondo como jamás había olido en mi vida. Me recuerda de una manera lejana a los días de mi niñez, cuando la gasolina que quemaban los coches de nuestros padres no era un producto tan refinado como el actual, pero tengo la impresión de que el combustible que consumen a raudales estos sedientos cacharros es muchísimo más tóxico que el que yo recordaba, sin duda. Casi todos ellos están aceptablemente conservados , y de vez en cuando aparece alguno personalizado con todo lujo de detalles, de cromados y de símbolos de estatus de dudoso gusto. Abundan los colores más o menos originales, de fábrica, pero de vez en cuando algún avispón rosa fucsia o morado muy nazareno, con las llantas furiosamente niqueladas, nos adelanta a toda velocidad. Está claro que los cubanos hacen ostentación de sus viejos coches como la hacen de su pasión por el sexo, el baile y el alcohol, sin cohibirse en absoluto. No es ningún secreto que los domingos muchos de ellos se dedican a la reparación y mantenimiento de estos artefactos, fabricando con paciencia e ingenio en sus casas la mayor parte de las piezas necesarias para que estas reliquias sobre ruedas sigan funcionando. La antigüedad de los carros y el embargo milenario impuesto por los Estados Unidos al comercio con la isla se han conjugado para hacer de la necesidad virtud, de manera que muchos propietarios de estos vehículos se han ido convirtiendo, con los años, en avezados mecánicos. Trafican entre ellos con las distintas piezas, siempre sobre la base del trueque y hace sus tratos como lo hacen casi todo, hablando mucho, muy deprisa y con muchos gestos de las manos y del cuerpo.
Y llegamos al hotel, enclavado en el mismísimo corazón de La Habana Vieja. El Parque Central es la puerta de entrada a esa parte primordial de la ciudad; en él nace el famoso Paseo de José Martí, popularmente conocido como del Prado, una de las arterias vitales para el casco antiguo, que va a morir al Malecón, la Avenida de Antonio Maceo. Estamos a cincuenta metros escasos del nombrado Hotel de Inglaterra, del Teatro de La Habana y del Capitolio Nacional, que se halla junto a la Fábrica de Tabaco Partagás. Las calles Obrapía, O’Reilly, Obispo y Empedrado se abren en las cercanías de nuestro alojamiento, conduciendo todas ellas hacia las entrañas coloridas y alegres del arcano corazón de la ciudad. También muy cerca de nosotros, esperan el Floridita y la Bodeguita de Enmedio. Creo que las perspectivas no pueden ser mejores y me desperezo descaradamente, con todas mis ganas, mientras el bueno de Heraldo descarga el coche y nos conduce hacia la recepción.
-Bienvenidos a Cuba, señor Gómez, señores… -una bonita recepcionista cubana nos sonríe amablemente mientras inicia los trámites para darnos entrada en el hotel.
-Don Santiago les recibirá de inmediato, señores. Aquí tienen sus llaves; muchas gracias y que disfruten de su estancia.
-Muchas gracias, Laura; es usted muy amable.
Ya que he tenido el más que dudoso placer de trabajar trece larguísimos años en la recepción de un hotel, se por experiencia que a cualquier recepcionista le agrada que reconozcan la calidad de su trabajo con una sonrisa y llamándole por su nombre, de modo que así lo hago. Eso establece un cierto nexo de proximidad entre empleado y viajero que predispone a ambas partes a una relación distendida y amable, mucho más de desear, si cabe, en tierra extraña.
En ese momento aparece Santiago, director del hotel y amigo de mi hermano, quien nos saluda cariñosamente y se pone a mi disposición, junto con su chófer, para cualquier cosa que podamos necesitar durante nuestra estancia. Es un hombre joven y muy activo, un profesional brillante que poco después acabaría siendo director de la zona del Caribe por cuenta de la misma compañía que gestiona el hotel en el que nos alojaremos. Nos invita a una copa de bienvenida y nos deja en manos de su comercial, Aramís, para tomar otra copa y charlar en plan más distendido, puesto que sus múltiples ocupaciones no le permiten entretenerse en exceso con nosotros.
-Mariano, ya la hemos jodido… !nos han robado las maletas! -aúlla repentinamente Pascual, antes de la llegada de Aramís, pegando un bote.
Me sobresalto al escuchar a mi amigo, tan solo para relajarme en fracciones de segundo.
-No, hombre, no; no te preocupes. Los botones han subido las maletas a las habitaciones, tranquilo… -le digo, sabiendo ya lo que ha ocurrido.
-Coño, pues no me he enterado… -me dice, rascándose la coronilla mientras esboza una media sonrisa.
Aramis nos saluda y le toma el relevo a Santiago. Atildado y elegante, nos invita a otro cóctel más y algo de charla, al tiempo que nos detalla las bondades del hotel, de la ciudad y del país entero. No pierde el cubano la oportunidad de indagar los motivos de nuestro viaje, aunque me supongo que la contestación no hace sino corroborar la opinión que se ha formado nada más vernos.
Le comento, en plan de guasa, que vengo a ver si mis dos amigos sientan la cabeza con alguna mulatona guapa, y me contesta que, a poco que se despisten, así será.
-¿Y tú, Mariano -me pregunta con picardía.
-Yo estoy muy bien servido. No tengo intención de ligar con nadie, tovarich.
Sonríe ladino y me espeta:
-No se trata de tus intenciones, sino de las de las hembras de esta tierra, amigo…
Acabada la copa, subimos a las habitaciones. La mía, la 543, es una suite de unos sesenta metros cuadrados, un pequeño apartamento. Está impecablemente limpia, si bien el mobiliario y la decoración son un poco vintage, que dicen los pijos de hoy. Una cama absolutamente king-size la preside desde el fondo. Toda ella está vestida con tonos burdeos y cárdenos, y aunque resulta un tanto opresiva, la luz que entrará a raudales por sus amplias ventanas a la mañana siguiente le dará un aire mucho más alegre. Las vistas son excelentes, de manera que no puedo pedir más.
Antes de darme una buena ducha, que va siendo ya imprescindible, deshago mi equipaje. Siempre que llego a un hotel, aun cuando la estancia vaya a ser corta, procuro colocar adecuadamente mis pertenencias en los armarios y mesillas correspondientes. Es una de mis muchas manías, pero me proporciona una sensación de estabilidad muy agradable. Consigo así un punto de referencia, un pequeño refugio en un lugar desconocido y, al menos en principio, totalmente ajeno; de este modo, tomo posesión de mi cueva y sitúo las coordenadas de mi vida en la civilización muy cerca de mi para no perder el norte.
Y cuando me dirijo al gran cuarto de baño para quitarme el sudor y el cansancio de encima, llaman a la puerta con suavidad. El inefable Pascual de nuevo.
-Mariano, tío, que se han equivocado…
-¿Y eso?
-Que me han dado a mi la habitación de los tres. Es grandísima, no puede ser solo para mi… -me dice el cuitado.
Casi me mondo de la risa pero procuro contenerme porque no le quiero ofender.
-No hombre; tú tranquilo. Son habitaciones más grandes de lo normal porque el director es amigo de mi hermano. No he visto ni la tuya ni la de Carlos, pero pasa, echa un vistazo a la mía y dime si es igual que la tuya.
Mirándome aún no muy seguro de si le estoy tomando el pelo o no, entra en mi estancia.
-Anda, coño, pues es igual que la mía; pensé que… -me sonríe, visiblemente aliviado.
-Ya te lo decía yo. Por cierto, dentro de media hora nos vemos en el hall del hotel, ?¿vale?
-Claro, ya se lo digo yo a Carlos.
-Fetén. Hala, con Dios…
Finalmente, logro mi propósito. Media hora después, estoy en el bar del hotel tomando una copa y esperando a los dos bergantes, que aún tardarían un rato en dejarse ver. Aparecen los dos muy limpios y atildados y con gesto alegre me señalan la salida, la gran puerta acristalada que nos conducirá hacia la aventura de vivir en un país desconocido.
Fuera, la cálida noche cubana nos acoge con alegría. Sin dudarlo ni un momento, enderezo mis pasos hacia la Bodeguita de Enmedio; mis viajeros me siguen, sumisos. Alea jacta est…
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