«Guantanamera, guajira, Guantanamera…»
José Martí/ Julián Orbón «Guantanamera»
Ayer me encontraba mano sobre mano, un tanto desnortado por la falta de trabajo y por la inactividad. Para aliviar un poco mis penas, dí en repasar algunos rincones de mi despacho, de mi querida cueva, para ordenar una vez más lo ya ordenado en anteriores ocasiones, para sacudir un polvo inexistente de mis libros, de mis ideas y de mi vida, a ver si conseguía entretenerme un poco y sentir que mi tiempo se consumía en algo útil.
Y en esa tarea andaba cuando posé la vista sobre un libro de llamativa portada amarilla y negra, editado por National Geographic; en ella, junto a algunas magníficas fotografías, el título: Cuba. Ni más ni menos, así de claro. Al abrirlo, cayó a mis pies una hoja de tabaco ya más que añeja y un billete de cinco pesos cubanos. En el reverso de este modesto pedacito de papel se puede ver una reunión de bigotudos personajes en grave actitud; en segundo plano, ocho militares, de pie, contemplan la entrevista que están manteniendo otros dos espadones, sentados en sendos chinchorros. Bajo la escena, una leyenda asevera que «Cuba será un eterno Baraguá». Y es que el día 15 de marzo de 1878, en Mangos de Baraguá, cerca de Santiago de Cuba, Arsenio Martínez Campos, general español, se reúne con su homólogo cubano, Antonio Maceo y Grajales, quien le dice al extranjero que no se van a someter a la paz sin independencia que supone aceptar el Pacto del Zanjón.
En el anverso del billete, el general Maceo contempla la eternidad desde su verde retrato, con el gran mostacho de retorcidas guías que le empujó hacia la revolución y hacia la guerra que acabarían separando a Cuba de la madre patria.»Tremendo mambí», me digo, sin poder reprimir una sonrisa: aquella fue la frase que acompañó al billete cuando una joven jinetera cubana me lo regaló. Y digo jinetera porque, como todo el mundo sabe y gracias al excelente reparto de bienes y propiedades que supuso la revolución cubana, en aquel país no existe la prostitución, ergo no hay putas ni putos. Al menos, eso es lo que afirma machaconamente la propaganda oficial, y lo hace entre nubes de hombres y mujeres que han convertido la caza del turista en todo un arte, en un modo de vida peculiar. Eso sí, todos ellos afirman, con la desfachatez propia del trópico, que no se acuestan con nadie por dinero, aunque si les tratas bien y les haces algún «regalo», no tienen inconveniente alguno en «compartir» con el generoso donante. A pesar de ser un verbo transitivo, no añaden a la frase el correspondiente objeto directo que aclare qué es lo que se comparte; no hace falta, claro. Pero no adelantemos acontecimientos: en lo que respecta al amor y al sexo en el Trópico, volveremos a ello en su momento. Y en cuanto a la hoja de tabaco, un guajiro -de los de verdad, no de los de guardarropía- me la regaló igualmente en los secaderos de tabaco de Las Barrigonas, camino de Viñales.
Al contemplar aquellos objetos, como en ocasiones me ocurre poco antes de sentarme a escribir, una vorágine de recuerdos, de sonidos y de imágenes se me echa encima con la fuerza de un tifón, de tal manera que consigo ver muy claro qué es lo que deseo garabatear sobre la blanca superficie del papel. La hoja de tabaco, que aún conserva su aroma, y el modesto billete han conjurado los momentos de mi vida, ya lejanos, que pasé en aquel país, en aquel remolino de colores crudos y alegres que resplandece y baila bajo el sol del Caribe. Quiero hablar de Cuba, de los cubanos que conocí y de los recuerdos que atesoro desde aquel entonces. No tenía yo todavía la costumbre de escribir sobre mis viajes, pero sí conservo una abundante colección de fotografías, y mi memoria, aunque comienza a jugarme malas pasadas, aún me acompaña en la mayoría de las ocasiones, de modo que allá vamos.
Marzo de 2010. Me encontraba acodado en la barra del bar del pequeño pueblo segoviano que con tanto cariño nos acogió, a mi pareja y a mi, hace ya unos cuantos años. Aguantábamos a base de gin tonics el asedio cruel de una fría tarde de primavera. Yo fumaba un cigarrillo y contemplaba mi copa mientras pensaba en nada, haciendo dos de las tres cosas que más me han gustado en la vida; mi amigo Pascual, inquieto para no variar, enredaba con su cerveza, sobando el vaso y haciéndolo girar al tiempo que encadenaba un cigarrillo tras otro. Carlos estaba atareado preparando la cena que íbamos a degustar esa misma noche; sacaba la carne de cordero de su envoltorio y preparaba las chuletas en grandes fuentes, siempre en silencio, como es su costumbre.
No recuerdo cómo surgió la conversación, pero dije ante todos los presentes, en tono de guasa, que ya iba siendo hora de que se buscasen compañía femenina, que ya estaban en edad de merecer y que me tenían muy harto; les iba a organizar una caravana de mujeres, a ver si maridaban con una buena hembra y se corregían de una puta vez. Excuso los comentarios que mi idea produjo, las barbaridades que sonaron y el cachondeo que por allí imperó durante un buen rato, aunque finalmente aquellos jenízaros llegaron a la conclusión de que semejantes caravanas no portaban más que hembras ya entraditas en años y en kilos y todas ellas sudacas: auténtico desecho de tienta, en una palabra. No pude por menos que desternillarme ante semejantes afirmaciones, proferidas todas ellas por sujetos que perfectamente podrían pasar por ser excelentes árbitros de la juventud, la elegancia y la cultura, claro está.
En esas estábamos cuando a mi pareja, a esa endiablada mujer, se le ocurrió la idea peregrina de que lo suyo sería organizar un viaje a Cuba por aquello de Mahoma y la montaña, con la sanísima intención de que alguno de nuestros amigos se trajese de vuelta a España algo más que un recuerdo del brazo, y que puesto que yo era el menos descerebrado entre tanto zulú, me tocaba a mi todo el asunto logístico y demás. Se hizo un silencio espectacular en la reunión. El primero en quedarse mudo fui yo, por supuesto, ante la enormidad de la tarea que se me podía venir encima de un momento a otro. Pero al escuchar a Pascual y a Carlos apuntarse a la idea a las primeras de cambio, mientras celebraban la posibilidad como si ya estuvieran en mitad del Caribe, quién dijo miedo. Dado que siempre me ha gustado vivir peligrosamente y a que los gin tonics me ponen -me ponían- de un humor ferozmente épico, les dije que contasen conmigo y que atacaría la cuestión de inmediato, puesto que lo lógico era visitar Cuba en mayo a más tardar, para evitar calores espantosos en la medida de lo posible, las hordas de turistas que se mueven por la zona durante los típicos meses vacacionales y el azote de los huracanes. Automáticamente, me eligieron comandante en jefe de aquel desatino y siguieron cada uno a lo suyo, encantados según rumiaban más y más la idea, mientras yo comenzaba a diseñar el viaje en aquellos mismos instantes, acompañado por las risas de mi pareja, que celebraba el éxito de su canallada.
Confeccioné un par de carteles anunciando el magno evento y los coloqué en sitios estratégicos de la zona; pensaba yo que podíamos formar un grupo de 0cho o diez personas como mucho y que la experiencia podía atraer a más conocidos y amigos. Comencé a informarme sobre precios para el vuelo y el alojamiento y a recopilar documentación sobre nuestro destino, incluida la guía que he mencionado más arriba. Tengo la costumbre de informarme cumplidamente sobre los países que voy a visitar y lo hago con la debida antelación; es una táctica que siempre me ha rendido buenos frutos y que me ha evitado algunas sorpresas desagradables, y Cuba no iba a ser una excepción.
A los pocos días ya estaba más que claro que nuestra expedición sería más bien parca en tropas: tan solo Pascual, Carlos y yo partiríamos a la conquista de las blancas playas de la joya del Caribe español. Bueno, lo de las playas es un decir. Yo quería pasar una semana en Varadero, bañarme tranquilamente y tomar mucho el sol; lo haría mientras me fumaba unos buenos Cohibas ligeramente humedecidos con ron, observando a placer magníficos ejemplos de anatomía femenina moverse por la fina y cálida arena. Después, otra semana en La Habana, para conocer de cerca la capital de la isla. Pero resultó que a mis compañeros de viaje la idea de la playa les ponía los pelos como escarpias. Preferían, con mucho, los encantos de la ciudad, porque lo de la playa era muy aburrido y muy poco masculino; una mariconada, vaya. Además, la arena se te metía por todas partes y luego era un coñazo quitársela. De manera que hube de ceder y conformarme con ver el mar desde el Malecón y con pisar asfalto en vez de arena. Qué le vamos a hacer.
Algunos días ante de la partida me topé, volviendo de dar un paseo por el monte, con Nieves, la hermana de Carlos. Muy apurada me preguntó que qué le «echaba » en la maleta a su hermano, que no sabía por dónde empezar. Me llamó tremendamente la atención aquella pregunta, hasta que caí en la cuenta de que Pascual no había llegado más allá de Bilbao, y en cuanto a Carlos, sus correrías no le habían llevado mucho más allá de Madrid, de manera que el asunto no tenía nada de particular. Aquello me dejó mucho más claro, por si me hubiera cabido alguna duda, lo titánico de nuestro empeño al proponernos aquel viaje y la labor que me quedaba por delante.
El día de la partida viajamos hasta Madrid en mi coche, lo aparcamos y nos fuimos al aeropuerto en un taxi. Cuando llegamos a Barajas, mis dos compañeros acabaron por acoquinarse del todo, arrinconados por las dimensiones de mi tierra, por tantísimo letrero luminoso en idiomas para ellos desconocidos. La vida exultante y frenética de nuestra capital y el ajetreo tremendo de un gran aeropuerto les habían descolocado completamente; se encontraban del todo perdidos y sus rostros, habitualmente poco expresivos, habían perdido el gesto adusto del castellano viejo para reflejar a la perfección su estado de ánimo. En aquel instante comencé a sentirme como mamá pato, llevando a mis espaldas a dos patitos que no se despegarían de mí en los quince días siguientes ni para decir buenos días. Sin problemas; a decir verdad, ya contaba con aquello y no me molestaba en absoluto. Mi intención era conocer un país lejano en buena compañía y que mis dos amigos disfrutasen tanto como les fuera posible de la experiencia. Dado que comparado con ellos yo era poco menos que el capitán Cook, era mi obligación velar por su confort y por su seguridad, y acepté aquella tarea sin inconveniente alguno.
Superados los siempre engorrosos trámites del vuelo, en un par de horas sobrevolábamos el Atlántico tranquilamente. Yo leía la prensa sin quitarles el ojo de encima a mis dos viajeros, por si había que echarles una mano con algo. Vano empeño: ambos permanecían sentados con la mirada clavada en el respaldo del asiento que tenían delante, como si estuvieran contemplando algo tremendamente interesante. Hieráticos como el famoso auriga, no se movían ni un milímetro, los brazos cruzados sobre el pecho y la vista fija. Al rato, noté que Pascual rebullía algo, sin duda tan deseoso de echar un cigarrillo como yo mismo, y le pregunté qué le ocurría a Carlos. Para mi sorpresa, me contestó que nuestro amigo estaba encantado de la vida y poco menos que en el séptimo cielo, aunque no dijera ni mus…
Y así transcurrieron doce largas horas, en un silencio casi completo. Molidos después del largo vuelo, bajamos del avión para encontrarnos, de hoz y de coz, sumergidos en la bella noche tropical de aquella isla mágica. Comenzaba nuestra aventura.
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