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Un capitán de caballería (Propofol, V)


«La vida es agradable. La muerte es pacífica. Es la transición la que es problemática.»

Isaac Asimov.

He pasado toda la noche emboscado en la jungla asiática, esperando los carros de combate del enemigo, que no acaban de aparecer. Me levanto cuidadosamente y veo a R, uno de mis enfermeros, que me hace una seña desde su propio escondite, indicándome que por hoy hemos acabado con nuestro trabajo. Se asegura de que llevo todo el equipo bien sujeto y colocado mientras echamos a andar.

Voy solo por los pasillos del cuartel , que a la vez es un hospital. Me encuentro muy cansado y necesito que alguien me dé un masaje como los que suelen prodigarme en cuanto vuelvo de una misión. Deambulo un tanto despistado y de repente me topo con una patrulla de soldados altos y fuertes, que me detienen de inmediato. Me quejo pero no me dan explicación alguna, y a rastras me conducen hacia uno de los muchos despachos que veo por allí.

En el interior, hay un tipejo muy particular. Es larguirucho y delgado, con miembros frágiles y manos similares a patas de araña. Lleva un uniforme verde con hombreras rojas  -¿ruso, quizás?- y yo sé sin lugar a dudas que es un capitán de caballería. El rostro es el de un actor secundario americano bastante conocido, cuyo nombre no recuerdo, pero se deforma constantemente bajo las emociones del sujeto; es algo así como una cara normal pasada por el escritorio de un dibujante de cómics. Tiene poco pelo, peinado con fijador hacia atrás, y en su ojo derecho destella malévolamente un monóculo. Se le enraman los ojos con facilidad porque es una persona colérica y malhumorada. Me mira con fijeza y sonríe de una manera particularmente desagradable.

Sin mediar palabra, sus hombres me desnudan, me tumban boca arriba y realizan todo tipo de pruebas en mis genitales, usando extraños aparatos que arrojan diversas lecturas, llenas de decimales. Sé que sospechan de mí porque me han encontrado moviéndome por las instalaciones algo confuso, pero yo no he hecho nada. Al contrario, vengo de trabajar en defensa de mi país, que es el suyo. Acaban sus mediciones y en ese momento, el oficial se acerca y coge uno de mis testículos en la mano, lo sopesa y lo mete en un círculo metálico de bordes afilados que lleva a la cintura . Y entonces, presa de un ataque de ira que le desencaja el espantoso rostro y hace que le cuelguen los ojos sobre las mejillas, le propina un patadón brutal al pedal que hace funcionar la cuchilla del aparato, que brilla en el borde de la pieza circular. Se cierra la cuchilla como lo haría un esfínter y mi testículo salta hacia su mano por efecto del golpazo.

Y yo sé que me acaba de castrar con el mismo aparejo que usa para capar a sus caballos. Los soldados recogen la sangre y trozos de cierta sustancia que ha salido de la herida y cuchichean entre sí, como si les hubiera asustado la barbaridad que acaban de presenciar.

– Capitán, ¿no le parece a usted que nos hemos pasado un poco?  -dice al final uno de ellos.

El energúmeno se gira y contesta:

– !De eso nada¡ !Con un solo testículo los hombres se hacen mucho más fuertes¡ !Recojan eso y vámonos¡

Dicho y hecho. Los militares recogen sus trastos y desaparecen detrás del salvaje, que ha tirado mi testículo a una papelera. Yo no he sentido dolor alguno, pero me invade una furia bestial, porque me han capado sin mi consentimiento, sin tener derecho a ello, sin que yo hubiera merecido semejante castigo… Empiezo a elucubrar y lo primero que se me viene a la cabeza es que tengo que llamar a mi abogado para iniciar los preparativos legales contra el capitán, y me imagino contándole las circunstancias de lo ocurrido una y otra vez. Además, no quiero que nadie se entere de mi desgracia hasta que no me haya resarcido económicamente de la misma, porque la indemnización, supongo yo, será millonaria.

Y en esas estoy cuando la gitana se manifiesta ante mí. Le cuento, muy angustiado, lo que me ha ocurrido, porque no tengo a nadie más con quien compartir el horror que acabo de sufrir, y me dice que si de ella depende nadie se enterará de lo sucedido. Creo en su palabra, pero al poco de desaparecer nuevamente, me entero de que tiene contactos en Tele 5 y que va a contar mi desgracia… Si la hubiera tenido delante, habría intentado estrangularla.

Al poco, estoy galopando a toda velocidad por una llanura en compañía de cinco o seis desconocidos. Galopamos en línea, como si fuéramos a cargar contra el enemigo, un enemigo que no se deja ver por parte alguna. Repentinamente, uno de los jinetes coge la piel de mi escroto desde detrás de mí y tira de ella con todas sus ganas; la piel cede y mi escroto queda en carne viva. Es un martirio seguir galopando, así que vuelvo a mi cama en la UCI.

Con los ojos cerrados, escucho acercarse a mis enfermeras y a mis celadores. Les cuento lo que me ha ocurrido y noto cómo examinan mi horrenda herida al tiempo que intentan calmarme con sus palabras.

– Tranquilo; Mariano, que esto no es nada, te vamos a curar ya mismo. Dinos qué testículo quieres que te coloquemos en su sitio, pero dínoslo ya. mismo, que esto hay que hacerlo muy deprisa para que no se infecta la herida. Venga, dime, ¿te colocamos el izquierdo o el derecho?  -me dice A, uno de los celadores.

-Pero si es que me han  capado, es que me falta un huevo… -les digo con voz angustiada.

-Nada, nada, tú dinos qué testículo quieres que funcione… -insiste A.

-Bueno, pues el izquierdo… _les contesto. No sé dónde he leído que de entre las dos manifestaciones de masculinidad que llevamos colgando, la izquierda es la más importante, de manera que no dudo ni un instante en contestar a la pregunta, aunque yo sigo teniendo claro que me falta un testículo.

-Venga, vale… A ver, no te muevas… Ahora, ya está, ya lo tienes colocado en su sitio, tranquilo… -me dice nuevamente.

Recordaré esta conversación tiempo después, ya completamente despierto. Supongo que quienes me atendieron se reirían un buen rato a costa del cuento que les largué, pero yo lo pasé francamente mal. Estuve un par de días sin atreverme a bajas las manos hasta mis genitales, porque sentía un miedo atroz ante la idea de comprobar que efectivamente me habían cortado un testículo.

-Oye, A, y ahora ¿qué voy a hacer yo? Quiero decir, ¿volveré a funcionar normalmente con una mujer? -pregunto, angustiado por la duda.

-Tranquilo, hombre. Te han dejado un poco malparado, pero verás como se arregla todo con el tiempo…

A se da media vuelta y prosigue con su trabajo. Yo me quedo a solas con mis temores, con mis deseos, con mis ganas de escapar de un universo que amenaza con devorarme a base de horror.

Poco después visitaré el restaurante que M ha abierto al fondo de la UCI, un local absolutamente peculiar…

 

 

 

 

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Publicado en"Propofol"En "El Naviero"General

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