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Un pantalón lleno de dinero y un ordenador de cremallera (Propofol, XI)

Hoy es día de pago. La anciana que me cuida, la vieja enfermera que veo continuamente y que no me quiere dar el alta, va a venir enseguida con alguna de sus cochambrosas facturas. Las hace en sucios papelajos cuadriculados, más que arrugados, en los que anota los gastos que voy causando con una letra pequeña, rasguñando el papel con un viejo bolígrafo de tinta azul. Con pulso débil, llena la hoja de trazos finos y alargados como patas de araña.

Pero no hay problema alguno. Aunque mi pareja no puede venir a buscarme, porque no la dejan entrar estos canallas, sí que me envía dinero cada vez que lo preciso. Y me llega de una forma comodísima, directo a mis manos: llevo puesto un pantalón corto de color blanco que me resulta muy agradable para estar tirado en la cama. Cuando me hace falta el belule, no tengo más que meter la mano en el bolsillo derecho de la prenda y frotar un poco su forro con mis dedos para que aparezcan entre ellos unos cuantos billetes de cincuenta euros, de manera que no me falta de nada en mi cautiverio. Puedo pagar las facturas y comprar cuanto me apetezca llegado el caso.

También estoy conectado con el mundo exterior, con la red de redes. Sigo puntualmente las noticias que van sucediendo a mi alrededor, en mi país y en los del resto de la doliente humanidad que respira y se mueve ahí afuera, detrás de las paredes que me separan de la vida. Lo hago mediante un práctico ordenador que no recuerdo de dónde he sacado, pero que funciona a las mil maravillas. Es una simple cremallera de plástico blanco, que aloja en su interior la tecnología informática más avanzada que el dinero puede comprar. A base de tocar en un orden determinado los dientes de la cremallera, pueda acceder a mi correo, a YouTube, a mi ordenador de sobremesa y a un sinfín de videojuegos y películas que hacen menos tediosa mi eterna, imperturbable espera. Busco con angustia noticias sobre el tenebroso capitán de caballería que me ha castrado, sospechando que no se trata más que del tráiler de una película que he confundido con la realidad -sueño que es un sueño dentro de otro sueño-, pero no encuentro datos fehacientes sobre tan espantoso asunto a pesar de mi rápida conexión a internet. Hay momentos en los que me revuelvo desesperadamente en mi cama, en los que peleo por levantarme de ella, por superar las barreras que me impiden caer al suelo. Pero es completamente imposible; no logro ni despegar las piernas del colchón, y si lo consigo, veo las estrellas al golpearlas contra los bordes de mi lecho. Curiosamente, intento en varias ocasiones reservar un taxi, mandárselo a mi chica para que venga a por mí y pagarlo en destino, pero no hay manera humana.

Anoche, gracias a mi flamante ordenador de cremallera, pude ver proyectada sobre la pared  una entrevista que le hacían a John Fitzgerald Kennedy. Durante la Segunda Guerra Mundial, JFK fue capitán de una lancha torpedera, la PT 109, en el área del Pacífico Sur. En el transcurso de un reconocimiento, la lancha fue impactada por un destructor japonés, que la partió en dos y ocasionó una explosión a bordo. La tripulación a su cargo logró nadar hasta una isla y sobrevivir hasta ser rescatada, gracias, entre otras cosas, a su presencia de ánimo. Todo ello le proporcionó una merecida fama sobre la que se sustentaría el posterior desarrollo de su carrera política. Hasta ahí, yo ya tenía todos los datos antes de enfermar, nada nuevo bajo el sol. Pero lo que se decía en la entrevista que yo vi dentro de mi delirio, era que tanto él como sus compañeros habían sobrevivido al ataque japonés y al subsiguiente naufragio ocultándose en el interior de los retretes de la lancha. Allí, la licuefacción (???) les había salvado una y otra vez de morir ahogados, pese a recibir constantemente una lluvia de malintencionados excrementos orientales. Veía aquel despropósito con total claridad y me parecía lógico de toda lógica.

Al día siguiente, ya mucho más fresco y centrado -suponía yo, pobre de mí-, inicié un viaje por Estados Unidos. Hacía en aquel continente un calor espantoso, porque además me encontraba en Tejas o en Arizona, no lo recuerdo bien del todo. Me alojaba en casa de R, una de mis enfermeras favoritas, que me había invitado gentilmente a pasar allí los días que durase mi viaje. Tenía una gran cama ortopédica para mí solo en el centro de una habitación donde se congregaban la familia y los  amigos de mi enfermera. Yo bromeaba con ellos aunque me costaba un imperio poderme  levantar de aquella cama. Y quería hacerlo, quería congregarles a todo para endilgarles un discurso que repasaba sin cesar en mi mente, para prevenir a mis nuevos amigos sobre la inmensa cantidad de hijos de puta peligrosos que deambulaban por las calles de aquella ciudad en la que nos hallábamos. Quería decirles que evitasen el enfrentamiento a toda costa, que huyesen para vivir un día más y poder combatir desde una posición más segura. Les rogaba que reuniesen a sus familias, amigos y allegados para escuchar algo tremendamente importante y útil para proteger sus vidas, pero lo cierto es que no me hacían excesivo caso. Aquello me hacia sufrir horrores y peleaba sin descanso para poder levantarme de aquella cómoda cama sin resultado alguno, al tiempo que pulía una y cien veces las frases que pensaba dirigirles.

Poco después, y sin saber cómo, me encontraba de nuevo en España y en una localidad que me resultaba muy familiar; quizá se tratase de Alcalá de Henares, no lo sé. Estábamos acampados, literalmente acampados, en el comedor de una casa muy grande y llena de gente; era de noche y nos preparábamos para irnos a la cama, porque al día siguiente había que madrugar para hacer no sé que cosa. La vivienda era propiedad de un matrimonio de fisioterapeutas americanos, un tanto frikis y simplones. Las camas de la casa eran regulables, como las de los hospitales, y antes de dormir había que realizar todo tipo de rituales higiénicos que supuestamente nos ayudarían a conciliar el sueño. Eran muy concienzudos en aquella obsesiva tarea y no nos dejaban cerrar los ojos hasta que no habíamos completado las puñeteras rutinas a su entera satisfacción. Conseguí dormirme finalmente, claro está.

Para mi sorpresa, cuando desperté me encontraba en un lindo pueblo de montaña que yo sabía que pertenecía al Tirol, una tierra que siempre me atrajo desde niño, nunca supe el por qué. Ataviado con el típico traje tirolés, subía una cuesta empinada empedrada a base de adoquines, entre un tráfico infernal compuesto por tranvías que por allí subían y bajaban a una velocidad endiablada. Al llegar a la parte superior del repecho, encontré una hermosa librería. Las paredes, revestidas de oscura madera, estaban cuajadas de estanterías repletas de libros, de todo tipo de publicaciones. Allí había cuanta literatura e información general pudiera uno desear, así que me entretuve muy ufano hojeando tantísimo volumen interesante como tenía a mi alcance.

En aquel momento, apareció en la tienda mi amiga Mb, a la que hacía muchísimos años que no veía. Charlamos animadamente tras los saludos de rigor y me invitó a pasar unos días en la casa que tenía -que aún tiene- en el pueblo donde yo la conocí.

Dicho y hecho; desanduvimos lo andado, bajamos la pronunciada pendiente esquivando tranvías, y casi en el mismo momento, aparecimos en su casa. No era tal y como yo la recordaba y había allí otro antiguo amigo al que perdí la pista hace más de veinte años, mi querido E. De pronto, me encontré acostado dentro de un saco de dormir en el suelo del comedor de aquella casa, con un chaleco lleno de cables y una fina almohada bajo la cabeza, mientras mi amiga me abroncaba una y otra vez por mi desobediencia, que no hacía más que poner en peligro mi salud y someter a dura prueba su paciencia de buena samaritana para conmigo. Por las ventanas de la casa, podía contemplar el oscuro cielo estrellado de una fría madrugada invernal. Se escuchaban perfectamente los ruidos que procedían de la cercana carretera y los crujidos de la nieve que cubría el paisaje por completo. La sencilla decoración del interior del chalet, que yo ya conocía, había cambiado radicalmente. Escaleras con pasamanos de madera ocupaban todo el espacio interior, comunicándose las unas con las otras a través de pequeños rellanos en una suerte de laberinto enloquecido. Súbitamente, me quedaba solo y volvía a soñar con aquella última escena punto por punto, con una angustiosa exactitud. Cuando ya no podía más, se abría una puerta que no había advertido y penetraban en la casa un hombre y una mujer con batas blancas, que me llevaban de nuevo a mi cama de siempre musitándome palabras de ánimo.

Todavía me esperaba, agazapado entre las tinieblas de mis enloquecidos delirios, un gánsgter dominicano al que tendría que convencer para que no me matase por culpa de mi archienemiga, la cruel M…

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Publicado en"Propofol"General

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