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Vapor

NA139

Ayer, este mes de julio, casi caduco, nos regaló un magnífico chaparrón, seguido por un par de días oscuros y fríos, extraños en estas fechas pero no en estos lares. Al acabar la lluvia, casi de inmediato, la tierra comienza a exhalar una sublime fragancia, tan llena de matices que me resulta muy difícil poder describirla con claridad. Quizá, la mejor manera de referirse a ella sea mencionándola como telón de fondo, como eterna sinfonía de los mejores momentos de mi vida. Llegué a esta bendita tierra abulense cuando solamente contaba nueve meses, durante un tórrido y ya muy lejano mes de junio. Comencé así una andadura veraniega que durante más de cincuenta años me ha traído hasta aquí, primero buscando la diversión y el ejercicio que la infancia necesita, bajo la mirada vigilante y cariñosa de mis padres, para pasar luego a asuntos de mayor calado según los años se iban amontonando sobre mi escritorio.

De los interminables paseos en bicicleta, de las excursiones épicas -entonces nos lo parecían- hasta el pueblo, de los viajes en familia hasta el pantano de El Burguillo, las Pozas o la Peña de Madrid, nos fuimos desplazando, sin apenas notarlo, hasta las largas veladas al amor de la copas, de nuestras compañeras y de nuestros amigos. Perseguíamos, con la alegre furia de aquellos días llenos de vida, los imposibles que sobradamente conocíamos y que apenas habíamos comenzado a percibir a nuestro alrededor, latiendo en nuestras sienes, embrujándonos con todo el poder de los sueños recién nacidos, de las auroras que despuntan, maravillosas, en la cálida noche de la juventud.

Más tarde, si bien cualquiera habría dicho que apenas habían transcurrido un par de años entre una y otra situación, el fuego interior que nos alimentaba comenzó a perder intensidad, como no podía ser menos. Buscábamos de repente diversiones más tranquilas, más acordes con el cansancio -o, peor aún, la desidia- que ya hacia estragos entre nuestra ardorosa tribu. Era menos frenético el ritmo, más pausado y menos impetuoso, aunque siempre lleno de esperanza. Llegaron los hijos, las hipotecas y los jardines, asuntos todos que requerían imperiosamente nuestros cuidados, que demandaban de manera implacable nuestra atención, restando espacio a los deseos y a las ilusiones que ya jamás llegaran a ser, por falta de tiempo y de energías.

Yo he atravesado -aun atravieso- este periplo magnífico con cierta fortuna en casi todos sus capítulos. Voy cumpliendo con lo que la vida espera de mi como mejor puedo y se; voy disfrutando, agotando, cuantos placeres y desdichas me ofrece, y no por una actitud filosófica determinada, sino porque no queda otra. Avanzamos por nuestra existencia a tientas, en el mejor de los casos, pero siempre resulta más gratificante moverse sin cesar que permitir a la edad que inmovilice, antes de lo inevitable, corazón y cerebro, piernas y voluntad.

Durante todas las emocionantes jornadas de este viaje, y bajo este cielo entrañablemente azul, algunos hilos conductores han estado siempre presentes, brillando como hebras de plata,  entre la trama que la propia vida iba tejiendo a mi alrededor. A Proust le bastó una magdalena para desencadenar un maremágnum de recuerdos que le llevaría a escribir siete voluminosos tomos sobre su particular peripecia vital. A mí, que no soy Proust, me basta con mucho menos, con algo mucho más sutil y etéreo, pero dotado de una fuerza evocadora particularmente inmensa: mientras viva, jamás seré capaz de separar mis veraneos en la provincia de Ávila -vale decir, mis momentos más felices- del olor de la brea y de la resina, ambos íntimamente relacionados con el ferrocarril y con los pinares; del nocturno parloteo de los pinos y del poderoso aroma de la tierra mojada, del estruendo atronador de un convoy de ferrocarril lanzado a toda máquina. Olores y sonidos que me acompañarán hasta el final de mis días, siempre llenándome el alma de paz.

En mi casa, mi familia ha estado siempre muy cerca del tren. Cada vivienda que íbamos alquilando -casi ninguno de mis mayores tuvo la prudencia de comprar una propiedad aquí- nos acercaba más y más al vibrante universo de los raíles que recorrían la tierra requemada y dura de este lugar, domándola, doblegándola ante el altar del progreso. Contaban, si les prestabas atención, brillantes historias de viajes, amoríos, grandezas y desencuentros, mientras nuestras jóvenes vidas iban tomando cuerpo cerca de ellos. Éramos aún aprendices de soñadores en plena efervescencia, sin cuajar todavía.

Recuerdo perfectamente el traqueteo lejano y el resoplar de las magníficas locomotoras de vapor tomando a toda velocidad la curva del puente después de dejar atrás la cercana estación de Las Navas. Apenas dibujado al principio y ensordecedor poco después, el ruido se acercaba a nosotros amenazador y rapidísimo, para acabar drásticamente deformado en un estremecedor mugido por el efecto Doppler, que tanto nos intrigaba en aquellos días llenos de luz. Aparecía el gigante de hierro como una exhalación, dirigiéndose hacia su siguiente parada presa de una fuerza ciega, imparable, con sus bielas rotando enloquecidas y coronado por un magnifico penacho de humo negro, acre y espeso. Gemían las traviesas de madera bajo su peso enorme, y sangraban brea por cientos de heridas al sentir la presión, mientras el carbón crepitaba alegremente. Aquel aroma espeso y penetrante lo impregnaba todo alrededor, y se percibía con claridad en las apacibles noches de agosto, arrastrado con generosidad por la brisa nocturna o evaporándose sutilmente en los tórridos mediodías. Bajo su presencia, nos acercábamos a jugar a las peñas de la vía para espanto de nuestros pobres padres, que no conseguían ni a tres tirones apartarnos del peligroso embrujo que emanaba de las traviesas.

Contemplábamos estremecidos el veloz paso de los enormes convoyes de mercancías, siempre atentos por si dejaban caer algo, esperando siempre que parasen en las cercanas vías muertas de la estación para robarles los faroles de los vagones de cola, preciadísimos trofeos -perfectamente inútiles, como todos los trofeos- al tiempo que el aire se llenaba con el feroz estruendo del vapor, con el polvo oscuro del carbón, con la materia magnifica de la que estaban hechos nuestros sueños. Si por fortuna alguno de aquellos negros gigantes paraba en nuestra estación, corríamos hacia allí como posesos para admirarlo de cerca, para tocarlo y para olerlo, haciéndonos acreedores a alguna que otra bronca del pobre jefe de estación, preocupado por aquellos arrapiezos que no tenían ojos más que para las enormes bestias que respiraban fuego, varadas junto a los andenes, con toda su brillante musculatura tensa y dispuesta a seguir devorando kilómetros incansablemente bajo las ordenes de sus aurigas, de rostros sucios y mirada pensativa.

Los trenes de pasajeros resultaban más románticos que los de mercancías, si bien me parecían mucho menos poderosos y salvajes, bastante más civilizados, con sus vagones más limpios y mejor pintados que los de carga. Con el correr de los años, y ya mocitos, contemplábamos los elegantes coches, rotulados en vivos colores, con la secreta esperanza de que de ellos descendiera la más hermosa de las mujeres, de ojos rasgados, elegante y letal, para embrujarnos y llevarnos en sus brazos muy lejos, hasta los mismos confines del horizonte. Nuestro recuerdo quedaría así suspendido de una guedeja de tiempo azul y misterioso, y todo el mundo hablaría, en voz muy baja, de aquellos jóvenes que desaparecieron, un buen día, tras los pasos suaves de una famosa mujer, de una taimada y bella cortesana que les hechizó con el mortal contoneo de sus caderas.

Fueran los convoyes de lo que fuesen, transportasen lo que transportaren, aquellas hermosas maquinas formaban parte imprescindible de nuestro paisaje cotidiano. Si el exprés que se dirigía a Bilbao pasaba, arrollador, a las doce de la noche, el traqueteo hipnótico del mercancías de las seis de la mañana nos acompañaba a casa tras la juerga diaria. Risueños, ebrios de alcohol y de vida, cerrábamos los ojos acunados por aquel ruido familiar, casi tranquilizador, o los abríamos a esa misma hora, mientras nos sentábamos en la cama, asustados por el estruendo y por los fogonazos de luz intermitente que entraban por las ventanas, al tiempo que  la veloz bestia se interponía entre nosotros y el sol naciente.

Ya con cierta edad, nos sentábamos en los portalones de un edificio de carga al que llamábamos el Muelle. Las grandes puertas tenían ruedas para facilitar su apertura, y espiábamos su interior por todas las rendijas, solo para encontrarnos con una enorme nave, vacía casi por completo en la mayoría de las ocasiones, repleta otras veces con grandes montañas de carbón, cuya fría fragancia impregnaba el lugar. Pero las enormes planchas de granito crudo que formaban el umbral de aquellas entradas, siempre frescas y tan anchas como para tumbarse -y amarse- cómodamente en ellas, contemplaron los primeros cigarrillos, los primeros amores y las primeras borracheras de casi todos nosotros. Escondíamos allí el tabaco y el whisky, y recogíamos o entregábamos amorosas misivas, encajadas entre los viejos ladrillos, erosionados por los años y por las inclemencias del tiempo.

Una vez más, y sin que nos diéramos cuenta, el tren acunaba así con dulzura las primeras luces, los balbuceos primeros de la generación a la que pertenezco, observando benevolente nuestros esfuerzos por romper la membrana protectora que aún nos separaba del mundo, tejida laboriosamente por nuestros padres y destinada, por pura ley de vida, a caer ante los certeros embates de la energía desbocada que nos poseía. Mientras tanto, además, insuflaba vida en las arterias de aquel joven pueblo que yo conocí. En el tren y para el tren trabajaba un importante contingente de sus habitantes, los más sudando bajo el inclemente sol, con los pulmones ahítos de alquitrán, para mantener en perfecto estado el camino del gigante y alimentar a sus familias con sus magros salarios. El comercio, que fluía libremente gracias a las brillantes vías de acero, a su eterno zumbido, iba desarrollando muy lentamente aquel pequeño pueblo que nos recibía, un poco a regañadientes, año tras año.

Y mientras tanto, como paisaje de fondo de aquella época heroica y disparatada, un aroma muy especial invadía el escaso espacio libre que restaba tras la potente fragancia de la brea. A pesar de que conozco infinidad de rincones de nuestra geografía plagados de pinos, en ningún otro lugar he percibido un olor tan sutil como aquí. Los pinos, numerosísimos, mezclan su peculiar exhalación con la de las jaras y los brezos, con los matorrales de boj y las arizónicas, creando una mixtura difícil de superar, que hace que lamentes no disponer de otro par de pulmones para llenarlos con semejante delicia. Y cuando la noche empieza a cerrarle los ojos al día, al bajar la temperatura, la tierra comienza a respirar su propio olor, que es una mezcla de los anteriores sobre un tono a tierra húmeda pletórico y lleno de notas personales. Sopla una suave brisa nocturna sobre la que tejen sus murmullos los pinos; orquestan una conversación arcana y oscura, un susurro tranquilizador y discreto que llevo escuchando toda mi vida y que siempre he identificado con la grata sensación de encontrarme a salvo, de estar en casa. A veces, el murmullo se torna discusión iracunda, cuando el feroz viento del norte descarga su cólera sobre nosotros, agitando las verdosas cabelleras de los pinos hasta hacerlos temblar.

Cambiamos nosotros, cambiaron nuestras vidas, perdimos la sencillez de los principios, olvidamos la salvaje alegría de vivir. Las noches carecen ya del fulgor de aquella época inolvidable, y los días se arrastran en una monótona y ramplona igualdad, carentes de las emociones que nos esperaban a la vuelta de cada esquina. Volaron las peñas de la vía para ampliar el camino que da servicio a la misma, y una valla de cemento y metal nos separa, llena de terribles advertencias, de los raíles. Los trenes, que cada vez circulan menos por aquí, pasan por delante de una estación ya casi sin vida, que funciona a ratos y a ratos duerme con un sopor triste de yonqui moribundo del que ya nunca saldrá, amparada bajo su gran marquesina, único y hermoso recuerdo de tiempos mucho mejores. Ya no se ven las grandes columnas de vapor en el horizonte, y las sirenas de los trenes son igualmente ruidosas que antaño, pero han perdido todo el sentido que tenían en aquellos días tan lejanos. El pueblo pelea, pancarta en mano, por no perder los trenes de pasajeros que hacían escala aquí cada pocos minutos durante todo el día, pero es una batalla perdida de antemano: el dinero, ese dios repulsivo con los pies bañados en sangre al que todos adoramos, todo lo puede. El Muelle ya no existe; lo demolieron hace mucho, y con su caída desapareció también el espíritu burlón y viajero que bendecía esta tierra: lo han sustituido por una espantosa casa de pisos, práctica y cara, insultante, sin alma.

La vieja cantina de la estación, con su pequeña y cómoda terraza, no es ni de lejos el lugar ignoto en el que tomábamos un refresco con nuestros mayores, con las piernas colgando de las sillas, contemplando boquiabiertos aquellos hermosos mensajeros del maravilloso e inmenso mundo que nos esperaba tras el horizonte. Ahora es un cuartucho sucio, con los cristales rotos, que muestra al viajero la hedionda tristeza que lo habita. Me duele el alma cuando paso junto a este lamentable vestigio de tanta gloria, de tanto momento inolvidable suspendido en el tiempo, en mi propio y personal tiempo.

Pero el aroma de los pinos, de la tierra mojada, de la resina, la fragancia de la brea -la sangre del ferrocarril- y los sonidos propios de ambos mundos, forman ya parte inseparable de mis días de esplendor, de mi infancia, de mi juventud y de mi madurez. Esté donde esté, intento siempre, en el silencio del monte, llenar mis pulmones con los dones magníficos que Natura nos regala, y afino los oídos para intentar percibir el traqueteo entrañable del tren de mi vida, que está ya a punto de doblar, ebrio de furia, la curva del puente, después de dejar atrás la cercana estación de Las Navas, mientras su penacho de humo y carbonilla se esparce a su paso como la negra cabellera de aquella chica a la que siempre quise.

 

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